“Es más lo que nos une , que lo que nos separa.
El ser humano es tan grandioso.”
Mónica Estacio
Hace un par de días tuve la oportunidad de entrevistar a la Dra. Mónica Estacio. La conversación con ella trajo a mi mente algunas reflexiones sobre lo que para mí ha significado ser madre de una persona con una diversidad funcional, en este caso, con autismo.
Cuando me enteré del diagnóstico de Eric, para mí ya no era una sorpresa (lo he contado en otras entradas de mi blog). Yo ya sabía lo que estaba pasando con mi hijo, también sabía el nombre del diagnóstico que recibiría, era únicamente cuestión de formalizarlo en un reporte avalado por especialistas en el tema. No hubo shock al recibir el diagnóstico, simplemente me confirmaron lo que para mí era inminente: “Mi hijo mayor Eric tenía autismo”.
Antes de aquel día, en el que nos llamaron a Carlos y a mí para darnos los resultados de las evaluaciones, Eric ya había comenzado a recibir terapia de lenguaje y todo tipo de intervención temprana posible que yo podía pensar y acceder: Le leía cuentos y le señalaba personajes, jugaba tirada en el piso a los trenes, carritos o animales de la granja; íbamos al parque junto con otras amistades que tenían hijos de su edad y enseñaba a los niños a invitarlo a jugar, aunque Eric parecía no hacer caso.
Nos inscribimos juntos en clases de natación de madres e hijos, fuimos a una clase de música en la que las mamás o papás realizaban la clase junto con el/la hij@, bailábamos, tocábamos instrumentos musicales y cantábamos al ritmo de las diferentes melodías que la instructora interpretaba. Asistía a fiestas infantiles y literalmente me convertía en la sombra de mi hijo hasta que su comportamiento me indicaba que era momento de retirarnos de ese lugar.
Cantaba, bailaba, hacía burbujas con él, coloreábamos, dibujábamos, le permitía pintarse el cuerpo completo (antes de bañarlo) con marcadores con olor a frutas, yo le ayudaba pintándole la espalda mientras le describía lo que le estaba dibujando… Hacía todo lo que podía pensar para conectarlo conmigo y para conectarme con él. En ocasiones lo lograba por algunos segundos, en otras, especialmente cuando yo repetía lo que a él le hacía reír o mirarme una y otra vez, la conexión podía ser un poco más prolongada.
¿Para qué comento todo lo que hacía con Eric? Para transmitir el inagotable esfuerzo que una madre es capaz de realizar para lograr una conexión que puede durar tan solo un breve instante, pero que la suma de esos breves instantes termina convirtiéndose en la vida misma. La vida que viviremos por el resto de nuestra vida (o de la suya), compartiendo con un hijo o una hija, que llegó a poner a prueba nuestra capacidad de amar incondicionalmente y ser felices a pesar de las circunstancias.
Un hijo o hija con diversidad funcional, nos enseña a los padres a darle la bienvenida a una realidad inesperada. Nos muestra cómo encontrar dentro de los archivos de la mente y el corazón, nuestra máxima capacidad de comprender que “el otro” ¡vale!, y que el valor de una persona no se asigna palomeando las características y capacidades con las que SÍ cumple. Ese valor se asigna simplemente por el hecho de ser un humano, y que ese humano, resulta que nos eligió como sus padres y nosotros elegimos aceptar ese rol en esta vida.
Dicen que “los hijos son nuestros espejos” y así también lo creo yo, aún cuando llegan con una condición inesperada, ellos vienen a cambiarnos nuestro paradigma de lo que significa ser “normal”. Los hijos vienen a mostrarnos lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Los padres luchamos para que nuestros hijos logren lo mejor que ellos pueden alcanzar, aunque la realidad es que son ellos quienes vienen a mostrarnos qué es aquello mejor que podemos hacer, para que ellos alcancen su “máximo” potencial. Somos los padres de familia los que nos ponemos a prueba cuando decimos: “sé que puedes lograrlo”. Es en realidad en nosotros mismos en quienes necesitamos creer antes de implantar una expectativa en un hij@ con o sin un diagnóstico.
Los seres humanos somos abismalmente diferentes pero también somos infinitamente iguales. Estamos construidos del amor de quienes nos rodean, de la aceptación, de la confianza y la fe que los demás tienen en nosotros. Somos hijos de la convivencia humana y del calor familiar que nos acoge desde el primer momento que late nuestro corazón. Los hijos nos recuerdan que estamos vivos, que nuestra vida tiene más de un sentido y que somos los artesanos de las piezas que conforman la nueva humanidad que está a punto de transformar nuestra realidad.
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