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Preferiría ser yo



Nuestras creencias las adquirimos a 

través de lo que otras personas dicen.

Yo me pregunto: “¿qué tal si ellos están

equivocados y yo estoy viviendo lo que

otros creen…?”


No cabe duda que los padres nunca dimensionamos las consecuencias que nuestros actos, palabras, expectativas y calificativos pueden hacer en los hijos para toda su vida. Fui una niña “modelo”, profundamente obediente, organizada, ordenada, flexible, limpiaba baños y planchaba a la perfección; complaciente, no peleaba con mis hermanas, no contestaba de mala manera a mis padres, con buenos modales. También ayudaba en todo lo que me pedían y era buena estudiante. En fin, era la hija perfecta, la hija que cualquier mamá o papá quisiera tener.


Mi vida se desarrolló entre cumplir expectativas, halagos y aplausos, siempre escuchando que tan obediente, maravillosa, buena hija, amiga y estudiante era. Los calificativos que usaron conmigo siempre fueron los que quizá muchas niñas y niños quisieran escuchar de sus padres y maestros constantemente. Quizá ustedes que están leyendo pensarán que tuve una niñez maravillosa y que seguramente me ha ido muy bien en la vida con tanta porra y refuerzo “positivo” que recibí… ¡pues NO!, definitivamente no es, ni ha sido así.


Haber sido calificada como “la hija perfecta” me colocó en la espalda una gran lápida con la que he tenido que cargar en mi espalda aún cuando yo no quería cargarla. Hubieron muchos momentos en los que quería quitarme esa piedra de encima y aventársela encima a las personas que me decían lo buena que era para seguir instrucciones y obedecer. Esa gran piedra no me permitía ser yo misma, me limitaba, me hacía desvanecerme y convertirme en la niña complaciente que siempre fui para no ver la cara enojada de mi madre, esa cara que me daba miedo, me producía pánico cuando podía observar cómo su gesto se transformaba al igual que el hombre lobo se transforma en la noche de luna llena.


Ser calificada de hija perfecta ha traído grandes desafíos a mi vida. Por mucho tiempo me sentí obligada a tomar decisiones basadas en lo que era correcto y lo que no lo era según mis padres, abuelos, tíos, maestros, amistades, vecinos, las monjas de mi escuela, los sacerdotes, etc. Me desvanecí a mí misma por tanto tiempo que no sé exactamente cuando dejé de saber quién era yo… o quizá apenas lo estoy descubriendo. Haberme convertido en una niña, en una adolescente, en una adulta complaciente con todos para evitar ver esa cara enojada de mi madre en mi subconsciente, me llevó a tenerle miedo a la vida, a atreverme a SER y HACER lo que realmente yo deseaba de la manera que yo lo quería. Haberme creído todo lo que los otros creen, en muchas ocasiones me llevó al estancamiento, a la frustración, a sentir culpa por no atreverme a tomar decisiones diferentes a las que mi corazón quería.


Han pasado ya varios años desde que decidí comenzar a dejar de obedecer, de complacer al otro para complacerme a mí. No ha sido tarea sencilla, porque cuando quiero complacerme a mí, vienen a mi mente etiquetas como: “eres una envidiosa, solamente piensas en ti, no te pones en el lugar del otro…”. Esos fantasmas aún aparecen para descalificarme y echarme para atrás. Sin embargo, hoy estoy consciente de ello, me doy cuenta que tengo el control del significado de las palabras y comportamientos de los otros, soy yo la que decido ponerle título a las situaciones que vivo y a las acciones de los otros. Soy yo la responsable de sacudirme los prejuicios, seguir rindiendo obediencia y complacer al mundo, o levantarme y seguir trabajando por ese sueño ambicioso y titánico que por tantos años guardé en una repisa empolvada por las palabras de otros.


Hoy decido abrir este espacio de mi vida para que otros encuentren voz, para que muchas otras personas que fueron o son hijas e hijos perfectos, se inspiren a quitarse de encima la lápida de la perfección y se atrevan a ser, hacer y amar de la manera que lo quieren y pueden hacer.

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